10/11/10

Las gitanas

Y viviste, porque la mano de algún dios te condujo del ojo del huracán a un valle baldío. Viviste a cero grados, más o menos. Viviste, rebelde el corazón, distanciándote de lo que dolía y transformaba el dolor en un punto cardinal, alejándote del eco de las esquilas, que anunciaba que el lugar se aprestaba a partir. Por allí pasaron las gitanas, febriles de baile y embrujo. Colgaron los zaragüelles de las ramas de los árboles y se vistieron la ágil desnudez de sus movimientos. Sólo la imaginación vislumbra la total desnudez que esconde el arte. Ellas, las gitanas, descargaban su rayo en el tuétano de los espectadores y se cubrían el pecho con las perlas risueñas de su sudor...

En cada niño hay una gitana. Y en cada gitana un viaje improvisado. Y en cada viaje una historia que no se cuenta hasta que la memoria no rebasa la edad de la vergüenza. ¿Por eso te aferrabas a los gitanos cada vez que el lugar y el tiempo se bifurcaban, cada vez que el lugar merodeaba por sus habitantes, que lo buscaban a él en los olores que había dejado, prueba de la materialidad del espíritu? ¿Por eso buscaste luego, de mayor, en las extranjeras el caos del cuerpo apasionado de las gitanas y su danza en las cuerdas del viento, y hasta el colmo del absurdo buscaste alumbrar en el amor un sentido libre de adornos?

Y viviste, porque la mano de algún dios te salvó de la desgracia. Viviste en todos lados en una eterna sala de embarque, rebotado, como el correo aéreo, de aeropuerto en aeropuerto... Transeúnte a mitad de camino entre el aquí y el allí, visitante exento de tener certidumbres. Y fueron pasando por ti las gitanas, errantes entre la India y el mundo sin mapas ni identidad que nace de la percepción del desierto... Hermosas, valientes, danzarinas sin motivo, a no ser por el calor de su sangre. Ellas, bandada de jaimas que emigran hacia la aventura y el sustento. No se despiden de nada para no entristecerse, la tristeza no va con ellas, son tristes de nacimiento. Bailan para no morir. Dejan a sus espaldas el ayer en el puñado de ceniza de una fogata. Y no piensan en el mañana para que la expectativa no enturbie la pureza de la improvisación. Hoy es hoy, el tiempo entero.

Pero ¡ojo con el camino de las gitanas, no lleva a ninguna parte!

Y viviste, porque las balas perdidas te pasaron entre los brazos y las piernas sin acertarte en el corazón, como tampoco te descalabraron las piedras perdidas. Viviste porque en el último momento el camionero se percató de que un niño gritaba entre el camión y el muro. Viviste porque el conductor de un coche vio en la oscuridad una camisa blanca en medio de la calle, y te salvó de la noche y te devolvió a los tuyos, que estaban en ascuas. Viviste porque la luz de la luna encendió el agua y alumbró el acantilado, y te convenciste de lo dolorosa que sería la muerte si saltabas al mar —no hay natación posible en las aguas de la eternidad.

Y viviste, sin saber formular las palabras más simples de agradecimiento: Gracias, gracias a la vida. Sólo más tarde te preguntaste: ¿Cuántas veces he muerto y no me he enterado? Sin embargo, cada vez que te dabas cuenta de que te morías, te tragabas la vida como un hueso de ciruela: no había tiempo para el miedo a lo desconocido cuando la vida, que era hembra, renovaba su inmoralidad y su beatería dándose caprichosa a los muertos en lugar de a los desposeídos.

Mahmud Darwix: En presencia de la ausencia (Fi hadrat al-giyab, Beirut, Riad El-Rayyes, 2006)

Traducción de Luz Gómez García

1/11/10

Rutina

Bajas presiones. Viento del noroeste, chubascos intensos. Mar gris rizada. Cipreses altos. La operación Nubes de Otoño ha dejado treinta caídos al norte de Gaza, entre ellos dos mujeres que se manifestaban por un trozo de esperanza para las mujeres. Cielo despejado. Mar en calma, azul. Viento del norte. Buena visibilidad. Pero Nubes de Otoño —un sobrenombre del asesinato— ha dado cuenta de una familia de diecisiete vidas... los noticiarios buscan sus nombres bajo los escombros. Aparte de eso, la vida anormal parece rutinariamente normal. El demonio sigue alardeando de sus viejas diferencias con Dios. Las criaturas, si se despiertan con vida, siguen siendo capaces de decir: Buenos días. Y se van a su quehacer diario: el funeral por los caídos. No saben si volverán sanos y salvos a las casas que quedan, cercadas por buldózers, tanques y cipreses partidos. La vida es tan poca cosa que no parece sino el borrador de un deseo inconfesable: disfrutar de la seguridad de la cueva en igualdad de condiciones que el chacal. Pero además se nos exige una ardua tarea: que hagamos de intermediarios entre Dios y el demonio, para que pacten una corta tregua que nos permita enterrar a los nuestros.

Mahmud Darwix: La huella de la mariposa (Ázar al-faracha, Beirut, Riad El-Rayyes, 2008)

Traducción de Luz Gómez García