15/5/09

No se empieza por el final. En el aniversario de la Nakba

Artículo de Mahmud Darwix sobre la Nakba, publicado el 8 de mayo de 2001 en el diario al-Hayat. Por desgracia, es igual de válido hoy, sexagésimo primer aniversario de la Nakba.

Hoy es el gran día del recuerdo. Pero nosotros no miramos hacia atrás para desenterrar la evidencia de un crimen pasado, porque la Nakba es un presente continuo que augura extenderse hacia el futuro. Nosotros no necesitamos nada para recordar la tragedia humana que estamos viviendo desde hace ya 53 años: seguimos viviéndola, aquí y ahora. Seguimos sufriendo sus consecuencias, aquí y ahora, en la tierra de nuestra patria, la única que tenemos.

No olvidaremos lo que se nos ha hecho en esta tierra doliente, y lo que se nos sigue haciendo. Y no porque la memoria, individual o colectiva, sea fértil y esté siempre dispuesta a recordarnos nuestra triste existencia, sino porque la heroica y trágica historia de nuestra tierra y su gente sigue tiñéndose de sangre con el conflicto permanente entre lo que ellos quieren que seamos y lo que nosotros queremos ser.

Los responsables israelíes de la Nakba, al anunciar en un día de conmemoración como hoy que la Guerra de 1948 no ha terminado todavía, desenmascaran escandalosamente el espejismo de su paz, un espejismo surgido en la década pasada, que hacía creer en la posibilidad de poner fin al conflicto, un fin que se basaría en compartir la misma tierra. Desenmascaran también, y escandalosamente, la incompatibilidad del proyecto sionista —en cuanto que su meta, exterminar al pueblo palestino, permanece en el orden del día de su agenda— con la paz.

Esta guerra se hace para que los palestinos sigamos sometidos al desarraigo continuo, para que sigamos siendo refugiados en nuestra propia tierra y fuera de ella, para que se siga pretendiendo, tras la ocupación de nuestra tierra y nuestra historia, barrer nuestra mera existencia, hacer de nuestra existencia como entidad inequívoca en el espacio y el tiempo sombras superfluas desterradas del espacio y el tiempo. Pero los responsables de la Nakba no han conseguido romper la voluntad del pueblo palestino ni borrar su identidad nacional, no, no con el desalojo, ni las masacres, ni volviendo desengaño las ilusiones o falsificando la historia. Tras cinco décadas, no han conseguido ni forzarnos al no ser o al olvido ni borrar la realidad palestina de la conciencia del mundo mediante su falsa mitología, fabricándose una inmunidad moral que confiere a la víctima del pasado el derecho a crear sus propias víctimas. No hay nada como un verdugo sagrado.

Hoy, el recuerdo de la Nakba llega en el momento álgido de la lucha palestina en defensa de su ser, de su derecho natural a la libertad y la autodeterminación en un trozo de su patria histórica, y esto tras haber concedido, para hacer posible la paz, más de lo que nunca hubiera sido necesario según la legalidad internacional. Cuando la hora de la verdad se acerca de nuevo, se ha desenmascarado la verdadera naturaleza del concepto israelí de paz: continuar con la Ocupación bajo otro nombre, en condiciones más ventajosas, y a un coste menor. La Intifada —ayer, hoy, mañana— es la expresión natural y legítima de la resistencia contra la esclavitud, contra una Ocupación caracterizada por la más sucia forma de apartheid, que pretende, bajo el revestimiento de un elusivo proceso de paz, desposeer a los palestinos de sus tierras y de la fuente de su sustento y confinarlos en reservas aisladas asediadas por asentamientos de colonos y carreteras, hasta que llegue el día en que, después de haber aceptado “poner fin a sus demandas y a su lucha”, se les conceda llamar Estado a sus jaulas.



La Intifada es, en esencia, un movimiento civil y popular. No constituye una ruptura con la noción de paz, sino que intenta salvarla de las injusticias del racismo, devolviéndola a sus verdaderos padres, la justicia y la libertad, e impidiendo que continúe el proyecto colonialista de Israel en Gaza y Cisjordania bajo el paraguas de un proceso de paz que los líderes israelíes han vaciado de todo contenido.

Nuestras manos heridas aún pueden desenterrar la maltrecha rama de un olivo de debajo de los escombros de los olivares masacrados, pero sólo si los israelíes alcanzan la edad de la razón y reconocen nuestros legítimos derechos nacionales, recogidos en las resoluciones internacionales: el derecho al retorno, la retirada completa de los territorios palestinos ocupados en 1967 y el derecho a la autodeterminación y a un Estado independiente y soberano con Jerusalén por capital. Porque no puede haber paz con Ocupación, como no la puede haber entre amos y esclavos.

La comunidad internacional no puede —como ya hizo en 1948, año de la Nakba— cerrar los ojos por mucho más tiempo a lo que está pasando en la tierra de Palestina. La agresión israelí sigue asediando a la sociedad palestina, sus fuerzas de destrucción siguen matando y asesinando a un pueblo desarmado, un pueblo que defiende lo que queda de su amenazada existencia: los escombros de sus casas, los olivos que restan, siempre a punto de ser arrancados también.

La naturaleza de la guerra declarada contra el pueblo palestino se verá determinada por la atención internacional que reciba, pues encarna la lucha entre valores internacionales en conflicto: por un lado, las fuerzas cuyo objetivo es hacer posible la pervivencia del colonialismo sionista y el apartheid bajo nuevos nombres y fórmulas; por otro, las fuerzas que insisten en la necesidad de que prevalezca la justicia y la verdad en esta parte del mundo. El compromiso de otros Estados y pueblos en la confrontación que tiene lugar hoy en Palestina así como su apoyo a un pueblo palestino privado de una vida digna, demostraría que no sólo estos Estados y pueblos se implican en la estabilidad política en Oriente Próximo para proteger sus intereses, sino que además detentan una posición moral que da fe de la libertad, la justicia y la igualdad que caracteriza la vida y la cultura de estos pueblos.

Para los palestinos, la protección internacional contra el brutal terrorismo practicado por el régimen israelí —que parece estar por encima del derecho y el orden internacionales— se ha convertido en una urgente necesidad. No sólo es necesaria para purgar los pecados del pasado, sino para prevenir los pecados del futuro, para que no se añada otro capítulo al libro de la Nakba. Pero Israel, en lugar de reconocer su responsabilidad en la Nakba y en la tragedia de los refugiados, requisito previo a cualquier solución política, está ampliando el libro de la Nakba, haciendo que la batalla vuelva a su premisa cultural primera, al campo de batalla inicial, recordándonos que ninguna historia puede empezar por el final.

Nosotros no hemos olvidado el principio, ni las llaves de nuestras casas, las farolas encendidas con nuestra sangre, los mártires que comulgaron con la tierra, la gente y la historia, ni a los vivos que nacieron en el camino y que sólo pueden, en tanto el espíritu de la patria permanezca vivo en nuestro interior, caminar hacia una patria del espíritu.

No olvidaremos ni el ayer ni el mañana. Mañana empieza hoy. Empieza insistiendo en que el camino a recorrer, el camino de la libertad, el camino de la resistencia, se haga hasta el final, hasta que la eterna pareja —paz y libertad— se encuentre.

Traducción de Luz Gómez García

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