29/5/09

Cuando la ‘yihad’ es nacionalista, por Luz Gómez García

En los últimos meses, a raíz de la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, se viene hablando más o menos explícitamente de la conveniencia de hallar vías de entendimiento con los grupos islamistas que, bien en Afganistán, en Irak o en Pakistán, aceptan los límites estatales existentes. Muchos de estos grupos fueron incluidos tras el 11-S por los países occidentales en sus listas de entidades afines al terrorismo. Son listas que posiblemente veremos caducar ante el empuje de la nueva realpolitik norteamericana. En buena medida, las transacciones serán posibles porque Hezbolá, Hamás o los talibanes comparten algo que los distingue claramente de otras opciones islamistas: su carácter islamonacionalista.

En la trayectoria última del islamismo se ha acentuado un rasgo propio de toda su historia: la polaridad en la concepción de la estrategia política. Por un lado, siempre ha existido una línea de tendencia centrípeta, que defiende soluciones locales y acepta un entendimiento posibilista con los regímenes en vigor. Por otro, se da una pulsión centrífuga, que articula la vocación internacionalista de todo islamismo, y que suele estar liderada extramuros de los centros de actuación. La gran novedad de los últimos años es el trasvase que se viene produciendo de la pujanza del islamismo internacionalista al nacionalista.

El desarrollo teórico del islamismo internacionalista yihadista es obra del palestino Abdallah Azzam (1941-1989), creador del concepto de al-qaida (la base). Su concepción de la qaida es psicológica y territorial: psicológica, en cuanto que la base supone una preparación mental e ideológica para la yihad; territorial, en cuanto que la base es un territorio liberado desde el que emprender y propagar la reconquista del suelo musulmán. La yihad se convierte así en una estrategia que combate al enemigo exterior (sea Estados Unidos, Israel, la India o la impía comunidad internacional) antes que al interior (los regímenes totalitarios, el nacionalismo laico, la democracia postcolonial) y que libera el territorio arrebatado al islam (Palestina, Afganistán, Cachemira) antes que el sojuzgado por los tiranos domésticos (incluidos los "ulemas de palacio"). Es una yihad de socialización, que busca implicar a la sociedad en su conjunto, desecha la clandestinidad y desprecia las virtudes miríficas del golpe de Estado. Su mayor expresión fueron las milicias de afganos árabes lideradas por Bin Laden, y su culminación, los atentados masivos en territorios no musulmanes (Nueva York, Madrid, Londres, Bali, Bombay).

Pero el yihadismo así concebido precisaba de una rápida internacionalización que no ha logrado. Esto no significa que haya perdido su capacidad operativa, sino que no ha conquistado el estatus que pretendía de utopía liberadora de los musulmanes desheredados. Su fracaso se ha debido, en parte, a la presión de las políticas antiterroristas globales, pero, sobre todo, a su incapacidad para adaptarse a la realidad concreta de la lucha por la emancipación en cada región. En su lugar, ha ido fraguando una redefinición de la yihad en términos nacionalistas que, a su manera, la seculariza.

Si bien la pretensión genérica del islamonacionalismo es estructurar una identidad nacional en términos islámicos, su articulación desde parámetros yihadíes lo distingue de otras propuestas islamistas de corte nacional, a la manera del desintegrado FIS argelino o del pujante Partido de la Justicia y el Desarrollo en el poder en Turquía. El islamonacionalismo se origina en la defensa militar de un territorio, de ahí su confluencia con la qaida internacionalista. Pero desarrolla e implementa fórmulas de organización social y política que dibujan un nuevo marco comunitario nacional, una nueva base en la que las estructuras vigentes se trastocan para dar cabida a una suerte de Estado dentro del Estado. Su origen doctrinal y utópico se remonta a la experiencia de Mahoma en Medina (llamada al-Qaida al-Sulba, la base sólida), donde se instaló con los suyos tras emigrar de La Meca y fundó las bases para la convivencia de la umma, la comunidad minoritaria de nuevos creyentes. En el siglo XXI, la amalgama de islamismo y nacionalismo confesional, territorial o étnico reorganiza políticamente la umma: Hezbolá en Líbano, Hamás en Palestina y los talibanes en Afganistán lo ilustran.

Hezbolá se fundó en 1984, en plena guerra civil libanesa, y su actuación primera fue de carácter militar. Pero desarrolló, casi de inmediato, un ambicioso programa político, social y cultural, implicando a sus bases en actividades subversivas a través de sus propios medios de comunicación, sus centros educativos y de salud y sus redes comerciales y financieras. La anteposición de su carácter nacionalista árabe y libanés a los intereses pro-sirios y a sus propios lazos doctrinales con la jerarquía chií iraní le ha granjeado apoyos al margen de la población chií. Sus triunfos militares contra Israel han completado la aureola: en el año 2000 Hezbolá logró que el Ejército israelí se retirara del sur del Líbano tras 22 años de ocupación, y en el verano de 2006 transformó en una victoria política la razia israelí contra sus bases. Tras su pulso con el régimen libanés, los Acuerdos de Doha de hace un año le reconocieron el derecho a veto en el Parlamento, y obtuvo un ministro y 11 de los 30 puestos del Gabinete en el gobierno de unidad nacional.

Hamás surgió al calor de la Primera Intifada, en 1987, cuando un grupo de Hermanos Musulmanes palestinos dio el salto a la lucha armada contra la ocupación. Su líder histórico, el jeque Áhmad Yasín, asesinado por Israel en 2004, fue un decidido defensor de una visión estratégica que adaptase los postulados islamistas comunes a los Hermanos Musulmanes de todo el mundo a la situación de cada país. La Carta Fundacional de Hamás establece que el nacionalismo es parte integrante del credo religioso, y la yihad el más elevado deber del individuo nacionalista.

Pero Hamás, al igual que Hezbolá en Líbano, ha pasado de considerar la lucha armada su única herramienta de resistencia a participar en el juego electoral y adoptar políticas que muestran que el movimiento está reconsiderando sus postulados maximalistas contrarios a toda solución pactada del conflicto con Israel. En este sentido, en el seno de Hamás se estaba produciendo antes de la reciente invasión de Gaza un debate sobre la estrategia de la lucha armada (efectividad de los atentados suicidas y reconocimiento del Derecho Internacional Humanitario) y sobre la conveniencia de su integración en la OLP, lo cual supondría la aceptación de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania con Jerusalén Este por capital. Las actuales negociaciones para formar un segundo gobierno de unidad nacional (aun con mayoría absoluta islamista y muchos de los parlamentarios de Hamás encarcelados en Israel) reflejan un pragmatismo alejado del yihadismo inicial del movimiento.

En Afganistán, la declaración de propósitos de los talibanes tras su entrada triunfal en Kabul en 1996 incluía la restauración de la paz, el desarme de la población, el refuerzo en la aplicación de la sharía y la defensa de la integridad del carácter islámico del país. Claramente, no se trataba de un programa de actuación panislamista sino islamonacionalista. Como se está viendo en la actualidad, su estrategia de implantación social ha sido a largo plazo, y el triunfo militar de la alianza occidental no ha supuesto un cambio en el paradigma comunitario por ellos implantado. Su éxito ha consistido en la ruptura de las fidelidades tribales fraguadas en torno a los máliks (ancianos jeques) en beneficio de sus mulaes. Al frente de un sistema de gobierno centenario se ha colocado la joven clase talibán. Hoy el Gobierno central les otorga una capacidad de intermediación que antaño estaba reservada a los máliks tribales.

Tras una década de discurso islamista centrado en el internacionalismo, la pujanza del islamonacionalismo en distintos contextos regionales, culturales y políticos no sólo muestra la permeabilidad de las ideologías islamistas, sino un pragmatismo estratégico que no se ha de desperdiciar en la búsqueda de un mejor futuro global.

El País, 28/5/09

Fuente

21/5/09

Como un pequeño café es el amor

Como un pequeño café en la calle de los forasteros ―
así es el amor... con las puertas abiertas a todos.
Como un café a rebosar o desierto según haga:
cuanto más llueve, más parroquianos,
si hace bueno, escasean y se aburren...
Aquí me tienes ―oh forastera―, sentado en mi rincón.
(¿De qué color tienes los ojos? ¿Cómo te llamas? Estoy sentado
esperándote. ¿Cómo te abordaré cuando
pases a mi lado?)
Un pequeño café es el amor. Pido dos copas
de vino y bebo a mi salud y a la tuya. He traído
dos sombreros y un paraguas. Está lloviendo.
Llueve más que ningún día, pero tú no entras.
Acabo por decirme: Quizá a la
que espero me ha estado esperando... o ha estado esperando
a otro ―nos ha esperado y no nos ha reconocido―
y se ha dicho: Aquí estoy, esperándote.
(¿De qué color tienes los ojos? ¿Qué vino te gusta?
¿Cómo te llamas? ¿Cómo te abordaré cuando
pases por delante de mí?)

Como un pequeño café es el amor...

De Como la flor del almendro o allende (Ka-zahr al-lauz au abd, Beirut, Riad El-Rayyes, 2005)

Traducción de Luz Gómez García

15/5/09

No se empieza por el final. En el aniversario de la Nakba

Artículo de Mahmud Darwix sobre la Nakba, publicado el 8 de mayo de 2001 en el diario al-Hayat. Por desgracia, es igual de válido hoy, sexagésimo primer aniversario de la Nakba.

Hoy es el gran día del recuerdo. Pero nosotros no miramos hacia atrás para desenterrar la evidencia de un crimen pasado, porque la Nakba es un presente continuo que augura extenderse hacia el futuro. Nosotros no necesitamos nada para recordar la tragedia humana que estamos viviendo desde hace ya 53 años: seguimos viviéndola, aquí y ahora. Seguimos sufriendo sus consecuencias, aquí y ahora, en la tierra de nuestra patria, la única que tenemos.

No olvidaremos lo que se nos ha hecho en esta tierra doliente, y lo que se nos sigue haciendo. Y no porque la memoria, individual o colectiva, sea fértil y esté siempre dispuesta a recordarnos nuestra triste existencia, sino porque la heroica y trágica historia de nuestra tierra y su gente sigue tiñéndose de sangre con el conflicto permanente entre lo que ellos quieren que seamos y lo que nosotros queremos ser.

Los responsables israelíes de la Nakba, al anunciar en un día de conmemoración como hoy que la Guerra de 1948 no ha terminado todavía, desenmascaran escandalosamente el espejismo de su paz, un espejismo surgido en la década pasada, que hacía creer en la posibilidad de poner fin al conflicto, un fin que se basaría en compartir la misma tierra. Desenmascaran también, y escandalosamente, la incompatibilidad del proyecto sionista —en cuanto que su meta, exterminar al pueblo palestino, permanece en el orden del día de su agenda— con la paz.

Esta guerra se hace para que los palestinos sigamos sometidos al desarraigo continuo, para que sigamos siendo refugiados en nuestra propia tierra y fuera de ella, para que se siga pretendiendo, tras la ocupación de nuestra tierra y nuestra historia, barrer nuestra mera existencia, hacer de nuestra existencia como entidad inequívoca en el espacio y el tiempo sombras superfluas desterradas del espacio y el tiempo. Pero los responsables de la Nakba no han conseguido romper la voluntad del pueblo palestino ni borrar su identidad nacional, no, no con el desalojo, ni las masacres, ni volviendo desengaño las ilusiones o falsificando la historia. Tras cinco décadas, no han conseguido ni forzarnos al no ser o al olvido ni borrar la realidad palestina de la conciencia del mundo mediante su falsa mitología, fabricándose una inmunidad moral que confiere a la víctima del pasado el derecho a crear sus propias víctimas. No hay nada como un verdugo sagrado.

Hoy, el recuerdo de la Nakba llega en el momento álgido de la lucha palestina en defensa de su ser, de su derecho natural a la libertad y la autodeterminación en un trozo de su patria histórica, y esto tras haber concedido, para hacer posible la paz, más de lo que nunca hubiera sido necesario según la legalidad internacional. Cuando la hora de la verdad se acerca de nuevo, se ha desenmascarado la verdadera naturaleza del concepto israelí de paz: continuar con la Ocupación bajo otro nombre, en condiciones más ventajosas, y a un coste menor. La Intifada —ayer, hoy, mañana— es la expresión natural y legítima de la resistencia contra la esclavitud, contra una Ocupación caracterizada por la más sucia forma de apartheid, que pretende, bajo el revestimiento de un elusivo proceso de paz, desposeer a los palestinos de sus tierras y de la fuente de su sustento y confinarlos en reservas aisladas asediadas por asentamientos de colonos y carreteras, hasta que llegue el día en que, después de haber aceptado “poner fin a sus demandas y a su lucha”, se les conceda llamar Estado a sus jaulas.



La Intifada es, en esencia, un movimiento civil y popular. No constituye una ruptura con la noción de paz, sino que intenta salvarla de las injusticias del racismo, devolviéndola a sus verdaderos padres, la justicia y la libertad, e impidiendo que continúe el proyecto colonialista de Israel en Gaza y Cisjordania bajo el paraguas de un proceso de paz que los líderes israelíes han vaciado de todo contenido.

Nuestras manos heridas aún pueden desenterrar la maltrecha rama de un olivo de debajo de los escombros de los olivares masacrados, pero sólo si los israelíes alcanzan la edad de la razón y reconocen nuestros legítimos derechos nacionales, recogidos en las resoluciones internacionales: el derecho al retorno, la retirada completa de los territorios palestinos ocupados en 1967 y el derecho a la autodeterminación y a un Estado independiente y soberano con Jerusalén por capital. Porque no puede haber paz con Ocupación, como no la puede haber entre amos y esclavos.

La comunidad internacional no puede —como ya hizo en 1948, año de la Nakba— cerrar los ojos por mucho más tiempo a lo que está pasando en la tierra de Palestina. La agresión israelí sigue asediando a la sociedad palestina, sus fuerzas de destrucción siguen matando y asesinando a un pueblo desarmado, un pueblo que defiende lo que queda de su amenazada existencia: los escombros de sus casas, los olivos que restan, siempre a punto de ser arrancados también.

La naturaleza de la guerra declarada contra el pueblo palestino se verá determinada por la atención internacional que reciba, pues encarna la lucha entre valores internacionales en conflicto: por un lado, las fuerzas cuyo objetivo es hacer posible la pervivencia del colonialismo sionista y el apartheid bajo nuevos nombres y fórmulas; por otro, las fuerzas que insisten en la necesidad de que prevalezca la justicia y la verdad en esta parte del mundo. El compromiso de otros Estados y pueblos en la confrontación que tiene lugar hoy en Palestina así como su apoyo a un pueblo palestino privado de una vida digna, demostraría que no sólo estos Estados y pueblos se implican en la estabilidad política en Oriente Próximo para proteger sus intereses, sino que además detentan una posición moral que da fe de la libertad, la justicia y la igualdad que caracteriza la vida y la cultura de estos pueblos.

Para los palestinos, la protección internacional contra el brutal terrorismo practicado por el régimen israelí —que parece estar por encima del derecho y el orden internacionales— se ha convertido en una urgente necesidad. No sólo es necesaria para purgar los pecados del pasado, sino para prevenir los pecados del futuro, para que no se añada otro capítulo al libro de la Nakba. Pero Israel, en lugar de reconocer su responsabilidad en la Nakba y en la tragedia de los refugiados, requisito previo a cualquier solución política, está ampliando el libro de la Nakba, haciendo que la batalla vuelva a su premisa cultural primera, al campo de batalla inicial, recordándonos que ninguna historia puede empezar por el final.

Nosotros no hemos olvidado el principio, ni las llaves de nuestras casas, las farolas encendidas con nuestra sangre, los mártires que comulgaron con la tierra, la gente y la historia, ni a los vivos que nacieron en el camino y que sólo pueden, en tanto el espíritu de la patria permanezca vivo en nuestro interior, caminar hacia una patria del espíritu.

No olvidaremos ni el ayer ni el mañana. Mañana empieza hoy. Empieza insistiendo en que el camino a recorrer, el camino de la libertad, el camino de la resistencia, se haga hasta el final, hasta que la eterna pareja —paz y libertad— se encuentre.

Traducción de Luz Gómez García

6/5/09

Si avanzas por una calle

Si avanzas por una calle
que no acaba en un barranco,
di a los basureros: ¡Gracias!

Si regresas vivo a casa
como una rima sin mella,
di para ti mismo: ¡Gracias!

Si tienes negros presagios
y te falla la intuición,
deshaz mañana tus pasos,
di a la mariposa: ¡Gracias!

Si gritas desgañitándote
y el eco responde «¿Quién?»,
dile a la identidad: ¡Gracias!

Si ves alegre una rosa,
si verla no te hace daño,
dile a tu corazón: ¡Gracias!

Si un día cuando despiertes
nadie te frota los párpados,
dile a la lucidez: ¡Gracias!

Si todavía recuerdas
una letra de tu nombre
y del nombre de tu tierra,
¡pórtate como un buen chico!,
que el Señor te diga: ¡Gracias!

De Como la flor del almendro o allende (Ka-zahr al-lauz au abd, Beirut, Riad El-Rayyes, 2005)

Traducción de Luz Gómez García