27/11/08

Ojalá se nos envidie

A esa mujer que camina deprisa, con una manta de lana y un cántaro por corona... que arrastra de la mano derecha a un niño y de la izquierda a la hermana de éste. Que detrás lleva un rebaño de cabras asustadas. A esa mujer que huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido... la conozco desde hace sesenta años. Es mi madre, que me dejó olvidado en un cruce de caminos, con una cesta de pan reseco, una vela y una caja de cerillas estropeadas por el rocío.

A esa mujer que ahora veo en la foto de la pantalla a color del móvil... la conozco muy bien desde hace cuarenta años. Es mi hermana, que completa los pasos de su madre ―mi madre de camino al desierto: huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido.

A esa mujer que veré mañana en el mismo escenario, la conozco también. Es mi hija, a la que he abandonado en mitad de los poemas para que aprenda a andar y eche a volar hacia lo que hay detrás del escenario. Ojalá cause la admiración de los espectadores y la desilusión de los cazadores. Y mira por dónde, un amigo astuto me dice: Es tiempo de que pasemos, si es que podemos, de un asunto por el que se nos compadece... ¡a uno por el que se nos envidie!

De La huella de la mariposa (Ázar al-faracha, Beirut, Riad El-Rayyes, 2008)

Traducción de Luz Gómez García

20/11/08

Las mujeres de Yébel Huséin, por Jean Genet

En el siguiente texto, de 1974, Jean Genet narra un episodio que dio pie a algunos pasajes centrales de sus obras de asunto palestino. El marco histórico es el Septiembre Negro (1970), durante el cual las tropas del rey Huséin masacraron a las milicias palestinas asentadas en Jordania.

La imagen primera y el tono me lo dieron cuatro mujeres palestinas en el barrio de Ammán denominado Yébel Huséin. Cuatro mujeres mayores, arrugadas, se acuclillaban en torno a un fuego apagado: dos o tres piedras renegridas y una tetera de aluminio abollada. Me invitaron a sentarme.
―¿Ves? Estamos en casa. ¿Quieres té? (Sonreían.)
―¿En casa?
―Sí. (Se rieron.) Sólo nos quedan las piedras para hacer fuego. Han quemado nuestras barracas.
―¿Quién?
―Huséin. Tú vienes de Francia. Se dice que tu país apoya a los árabes; pero ¿sabe tu país distinguir entre Huséin y los árabes?
Aquí las cuatro mujeres se enzarzaron en una disputa bastante animada acerca de la suerte que debía reservarse a Huséin. Pese a la desgracia, permanecían alegres, prestas al combate.
―¿Y los hombres?
―Nuestros hijos son fedayines en las montañas.
―¿Y los demás?
―Ahí.
Un índice puntiagudo perteneciente a una mano muy seca y muy bella me indicó un patinillo vecino.
―Están enterrados ahí.
Se trataba de viejos, de niños y mujeres. Una de aquellas mujeres me reprendió con dulzura cuando hablé de “campos de refugiados”.
―Querrás decir campos militares; ahora todo el mundo está armado y ha aprendido a luchar.
La posibilidad de revuelta entre las mujeres era quizá mayor que entre los hombres. Parecían disponer de sorprendentes reservas de acción, de discreción en la acción. Un día le dije a una palestina que las mujeres afrontaban quizá con más serenidad las posibilidades de la revolución.
―Nosotras ―me dijo riéndose― conocemos a los revolucionarios. Los hemos traído al mundo. Conocemos su fuerza, sus debilidades.
―O sea, que los amas.
Tenía unos cincuenta años. Sonreía.
―Los conozco porque los amo. ¿Tomas té o café?
Su hijo, su hija y su yerno eran: el primero fedayín de Fatah, los otros dos de Al Saika.
Ellas se dirigían, me parecía, más rápidamente a una solución clara.
H., veintidós años, me había presentado a su madre en Irbid. Era en Ramadán, a eso de la hora del almuerzo.
―Es francés. Nada francés y nada cristiano, no cree en Dios.
Ella me miró sonriendo. Sus ojos se tornaban cada vez más maliciosos.
―Entonces, puesto que no cree en Dios, habrá que darle de comer.
Nos preparó el almuerzo a su hijo y a mí.
Ella no comió hasta la noche.

Jean Genet, L’Ennemi déclaré. Textes et entretiens, ed. Albert Dichy, París, Gallimard, 1991.

Traducción de Jorge Gimeno

13/11/08

En un café, con el periódico

En un café, sentado con el periódico.
No, no estás solo. Tienes media copa vacía
y el sol llena la otra media...
Tras los cristales ves sin ser visto
a los que pasan presurosos (es uno de los atributos de lo invisible:
ver sin ser visto).
¡Eres libre, te han dado plantón en el café!
Nadie nota el efecto de la viola en ti,
nadie se percata de tu presencia o tu ausencia
o escruta en tu neblina cuando miras
a una muchacha y te deshaces...
¡Eres libre de poner orden en tu vida
en mitad del gentío, sin rendir cuentas a ti mismo
o al lector!
Dispón de ti como te plazca, quítate
la camisa o los zapatos si te apetece, te
han dado plantón, eres libre de fantasear, ni a tu nombre
ni a tu cara les cabe aquí cometido alguno. Sé
tú mismo... Ni amigos ni enemigos
controlan aquí tus recuerdos /
Busca una excusa para aquella que te ha dado plantón en el café,
acaso no te diste cuenta de su nuevo corte de pelo
o de las mariposas que bailaban en los hoyuelos de sus mejillas.
Y busca otra para aquellos que un día pidieron que
te mataran, por nada... sólo porque el día
en que te topaste con una estrella no moriste... y con su tinta
escribiste la primera canción...

En un café, sentado con el periódico,
olvidado en un rincón, nadie estropea
tu buen humor,
nadie piensa en matarte.
¡Estás solo, eres libre de fantasear!

De Como la flor del almendro o allende (Ka-zahr al-lauz au abd, Beirut, Riad El-Rayyes, 2005)

Traducción de Luz Gómez García

8/11/08

Las piedras, por Gilles Deleuze

Este texto se publicó por primera vez en la revista al-Karmel (nº 29, junio de 1988). Deleuze lo escribió al poco del estallido de la Primera Intifada en diciembre de 1987.

Europa no ha comenzado a pagar la deuda infinita que tenía con los judíos, pero se la ha hecho pagar a un pueblo inocente, los palestinos.

El estado de Israel lo construyeron los sionistas sobre el pasado reciente de su suplicio, el inolvidable horror europeo, pero también sobre el sufrimiento de este otro pueblo, sobre las piedras de este otro pueblo. El Irgún fue calificado como terrorista, no solamente porque hizo saltar por los aires el cuartel general inglés, sino porque destruía pueblos y aniquilaba poblaciones.

Los americanos no repararon en gasto para hacer de él toda una superproducción de Hollywood. Se suponía que el Estado de Israel se instalaba en una tierra vacía que desde mucho tiempo atrás aguardaba al antiguo pueblo hebreo entre los fantasmas de algunos árabes llegados de fuera, guardianes de las piedras dormidas. Se condenaba a los palestinos al olvido. Se les conminaba a reconocer jurídicamente al Estado de Israel, pero los israelíes no dejaban de negar el hecho concreto del pueblo palestino.

Desde el principio, este pueblo emprendió, solo, una guerra que aún no ha terminado para defender su propia tierra, sus propias piedras, su propia vida: de esta primera guerra no se habla, porque lo que importa es hacer creer que los palestinos son árabes llegados desde otros lugares y que, por tanto, pueden volver a ellos. ¿Quién desenmarañará todas estas Jordanias? ¿Quién dirá que entre un palestino y cualquier otro árabe existe un fuerte vínculo, pero no mayor que el que pueda haber entre dos países europeos? ¿Y qué palestino puede olvidar lo que otros árabes le han hecho pasar, no menos que los israelíes? ¿Cuál es el nudo de esta nueva deuda? Expulsados de su tierra, los palestinos se instalaron en un lugar desde donde al menos podían aún verla, conservando esa visión como un último contacto con su ser alucinado. Los israelíes nunca podían empujarlos lo suficientemente lejos, sumergirlos en la noche, en el olvido.

Destrucción de pueblos, dinamitado de casas, expulsiones, asesinatos de personas, una historia horrible volvía a empezar sobre las espaldas de los nuevos inocentes. Se dice de los servicios secretos israelíes que son la admiración del mundo entero. Pero ¿qué es una democracia cuya política se confunde con la acción de sus servicios secretos? Todos éstos se llaman Abou, declara un oficial israelí tras el asesinato de Abou Jihad. ¿Recordamos aquellas voces sanguinarias que gritaban: “Todos éstos se llaman Levy”...?

¿Cómo acabará Israel con los territorios anexionados, con los territorios ocupados, con los colonos y las colonias, con sus rabinos enloquecidos? Ocupación, ocupación infinita: las piedras arrojadas vienen de dentro, vienen del pueblo palestino para recordar que, en un lugar del mundo, aunque sea muy pequeño, la deuda se ha subvertido. Lo que los palestinos arrojan son sus propias piedras, las piedras vivas de su país. Nadie puede pagar una deuda mediante asesinatos ―uno, dos, tres, siete, diez cada día― ni entendiéndose con terceros. Los terceros se desentienden, cada muerto llama a los vivos, y los palestinos han entrado en el alma de Israel, ocupan esa alma como quien la sondea y la taladra día tras día.

Gilles Deleuze, Dos regímenes de locos. Textos y entrevistas (1975-1995), traducción de José Luis Pardo, Valencia, Pre-Textos, 2007.

5/11/08

Boulevard Saint-Germain: las hojas secas

/ Las hojas secas, caídas de un árbol que se desnuda, son palabras en busca de un poeta hábil que las devuelva a las ramas.

De La huella de la mariposa (Ázar al-faracha, Beirut, Riad El-Rayyes, 2008)

Traducción de Luz Gómez García

1/11/08

Las nupcias palestinas: Mahmud Darwix, por JMG Le Clézio

[...] La poesía de Mahmud Darwix no es una obra acomodaticia, destinada a gustar a los políticos. Es una epopeya, que acompaña la historia de sus hermanos de Galilea en el exilio y vibra con el diapasón de sus sufrimientos y de su esperanza. Se identifica totalmente con la historia de su pueblo, con este medio siglo de espera, de combate, de sueño, y sobre todo con su devenir, con su amor. Es la música que acompaña necesariamente a las nupcias místicas que no han cesado de celebrarse entre los hombres y esta tierra, entre el deseo y la memoria. Nupcias cuando Mohamed pone su mano morena en la palma roja de alheña de Fatima y recibe, él, el Príncipe de los Enamorados, a todas las muchachas, todas las azoteas de Haifa, las viñas y los setos de jazmín, pues se desposa con la patria.

La guerra es sólo un instante. La tierra es el único aliado en el exilio, y la tierra es el tiempo. Un tiempo sobrehumano, en el que puede suceder el milagro. [...]

JMG Le Clézio, «Les Noces palestiniennes: Mahmoud Darwich», La Nouvelle Revue Française, nº 500, septembre 1994.

Traducción de Jorge Gimeno