24/6/08

Un palestino. Artículo sobre “El fénix mortal”, por Vicente Molina Foix

[...] No soy un iluso del poder curativo de la palabra poética. El mejor arte abre puertas a la incertidumbre y la incomodidad, por lo que habitualmente desconfío del escritor que pone paños calientes al frío de mis dudas. Pero acabo de leer, mientras los hombres matan con saña a los hombres en la franja de Gaza y sus líderes negocian bajo el cetro imperial de los Estados Unidos, El fénix mortal, de Mahmud Darwix (Poesía/Cátedra, Madrid, 2000), y —más allá de las geografías, las razones políticas y los agravios inmemoriales— he comprendido mejor la palabra exilio, he visto caras de combatientes sin odio, he oído las voces de los que nunca hablan en la historia.

Me entero por el texto de presentación de su excelente traductora, Luz Gómez, que Darwix, un poeta hasta hoy desconocido para mí, fue comunista clandestino, miembro de la cúpula rectora de la OLP, y que su poesía primera se hizo desde las trincheras. Lo que este deslumbrante libro ofrece es al contrario, una poesía sin banderías ni consignas, por mucho que la materia de la que surja sea la división, la memoria doliente de lo perdido, el deseo de regresar y pertenecer, de ser algo más que una lengua deshabitada.

Por los poemas de El fénix mortal pasan los forasteros y los desposeídos, los paisajes estériles de la chumbera y el pozo seco, los recuerdos del origen, las frases de aliento que una madre le da a su hijo lejano: “Vuelve/cuando en el país quepa tu país”. Y en medio de un riquísimo tejido de alusiones bíblicas y coránicas, mitológicas, el fantasma de la difícil identidad. “¿Quién soy?”, se pregunta Darwix en uno de los mejores poemas del libro; “Soy mi lengua”, “Soy lo que dijeron las palabras”. Parece poco, quizá sea mucho. No hay ni un solo verso en El fénix mortal que huela a panfleto o activismo. Por eso estoy seguro de que cualquier lector no-militante ciego de una u otra causa sabrá entender y amar, dejarse convencer por la veracidad y el hermoso, profundo sentimiento de estas lamentaciones de un “eterno ausente” [...]

El País, 24/10/00

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